martes, 3 de agosto de 2010

MAÑA DE INDIO, TRETA DE GUERRILLERO


Pacllón.-Foto cortesia del "Solitario de Simpapampa".
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 ¡Ya se acerca!... la Grandiosa Fiesta Costumbrista
en honor al Patrón  San Bartolomé de Pacllón
En Lima 14 y 15 de agosto 2010, y
en Pacllón del 22 al 28 de agosto 2010
¡¡¡Aumi shay!!!
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MAÑA DE INDIO, TRETA DE GUERRILLERO


para Manuel Granados

Andrés Gamboa, comandante de los guerrilleros de Iquicha, había adquirido el leve defecto de creer en todo lo que decía el padrecito Tineo. Los domingos bajaba montado en mula con aperos de plata hacia Huanta para escucharlo predicar en quechua, y ofrecía ante los ojos atónitos de todos, gruesas limosnas sobre el platillo metálico que pasaba el monaguillo por las bancas del templo. Retenía la bola de coca en el carrillo y se quedaba absorto mirando la imagen de la Virgen de Sillapata, hincado de rodillas y enseñando sus suelas gastadas a los feligreses de la parte posterior. Un día de Agosto, en la feria de Mío, don José Pancorbo, comandante de la guerrilla de San José de Secce, le llamó la atención con tono agresivo.


-¿Qué le pasa a usted, don Andrés?... Más parece que se volviera beato.


-Me volví cristiano, pues, don José... Qué le vamos a hacer... Contestó suspirando.


Ya no parecía el bravo que cargaba contra el enemigo y los pulverizaba dejando un reguero de sangre y pólvora negra. El mismo que le arrancara los testículos al prisionero y se los hiciera tragar antes de ejecutarlo, ahora se dedicaba a prender cirios en todas las naves de la iglesia.


-Mejor diga que tiene miedo a que le alcance la muerte y que los años lo están volviendo como mujer... Siga así y se va a convertir en un fantoche... ¡Ni parece comandante, sino rabona! -gritó mirándolo con desprecio.


La gente curiosa que rondaba los puestos de la feria, no se atrevían a intervenir en la discusión como otras tantas, formando corrillo y opinando. Pero disimuladamente detenían el paso para escuchar. Acariciaban alguna mercadería con los ojos y seguían con orejas alertas el diálogo de los dos personajes.


-¡Creo don José que se está propasando! -con mano fuerte cogió la empuñadura de la bayoneta que llevaba terciada bajo la faja serrana.


Pancorbo dio la espalda y retiróse ofuscado por la cólera. Más allá lo vieron lanzar un escupitajo verde. El ofendido sonrió con satisfacción ante la vista de un público timorato que escapaba del lugar como si nada hubiera pasado. El cielo empezaba a oscurecer con presagios de lluvia y los pocos comerciantes que quedaban, recogieron sus bártulos buscando lugares seguros. Gamboa hizo lo mismo encontrando refugio propicio bajo el portal pétreo de un zaguán señorial. Otros lo imitaron trayendo a la sombra sus bultos de chirimoyas y pacaes, canastas con naranjas enanas de la ceja de montaña, animales de corral y sacos de coca. Aguardarían allí hasta que el aguacero amaine. De pronto, una mano pequeña tocó su hombro. Era como la pata de un animal que le topaba huidiza.


-Don Andresito... -habló alguien con el rostro cubierto bajo un sombrero escurrido. Poncho corriente de pobre hechura, calzón rotoso negro, ojotas miserables que sujetaban sus dedos retorcidos.


-Don Andresito... Ese tayta Feliciano Urbina, quiere hablar con usted.


Susurraba para que nadie lo escuche. El espantajo salió por delante mojando su raquítica existencia. Lo mismo hizo Gamboa. Por más que en el trayecto trataba de pegarse a los muros, la caída oblicua del agua lo alcanzaba. Unas cuadras más y ya tenía ensopado el poncho de alpaca; el sombrero de ala corta amenazaba escurrírsele como el que llevaba su improvisado guía. Llegando a la chichería del barrio Tipón, el pequeño volteó y señaló la entrada invitándolo a pasar. Los ojos buscaron identificar, en la oscuridad del recinto, a los dueños de aquellas botas con espuelas que estaban sentados alrededor de la pieza sobre bancas y sacos de grano.


-Ha llegado nuestro ilustre invitado -anunció una voz acercándosele. Por fin reconocía al doctor Urbina. La vista ya acostumbrada a la penumbra de la chichería identificó a los demás notables de Huanta. Los traidores que se apuraron en pactar con el enemigo, ahora se reunían en Mío. Uno de ellos jugaba con la punta del fuete sobre el piso de tierra, mientras los cuyes de la casa peleaban a chillidos.


Alguien le ofreció un enorme vaso de chicha. Allí estaban Antonio Huamán, Odilón Vega, Isidoro Vargas. No alcanzó a distinguir bien una figura oscura que se agazapaba en las sombras.


-Y seguro que don Andrés Gamboa querrá saber por qué lo invitamos a venir... -Urbina colocó una mano en su hombro; ese gesto lo ofendía. La chichera andaba ocupada en tender el poncho húmedo de Gamboa arriba del fogón en donde se asaban rocotos rellenos.


-Usted dirá pues, doctor... -alcanzó a pronunciar con timidez.


-Queremos que nuestro comandante de guerrillas sepa que estamos enterados de ese gran cambio en su vida. Lo hemos observado en la iglesia de Carhuarán, y al parecer se ha arrepentido de sus violencias...


Por fin reconocía la silueta que se agazapaba en el rincón más lejano. Era el padre Cabrera, cura de mistis que hacía la misa en latín. Con su bonete rojo no podía pasar desapercibido. El crucifijo enorme de su pecho podía servir para financiar cien montoneros; la cadena de plata pagaría veinte caballos con monturas de guerra.


-Por eso -prosigue Urbina- queremos invitarlo para que se sume a nuestro partido. Acabaremos con los caceristas, y necesitamos un cristiano con temple, con valor, como vuestra excelente persona.


-Usted dirá pues, señor... -repitió mirando atropellarse a dos cuyes que competían por ganar la oscuridad.


-El atrevido bandolero de Pancorbo quiso liarse a puñaladas con este digno amigo, tan solo porque ahora es un buen creyente. ¿No es así? La feria de Mío no tiene secretos, señor Gamboa... No para nosotros.


-Así fue... -el león se mostraba sumiso.


-Pero lo mejor, querido comandante, es que ya acabamos con la cabeza de la víbora y el cuerpo morirá solo. Pedirá que le ayudemos a morir con cualquier actitud salvaje.


El guerrillero iquichano no demostró sorpresa alguna. Temía por la vida de don Miguel Lazón desde la noche en que soñó que un cóndor le picaba los ojos a su cadáver. Yacían en el suelo sus hijos también. Jugando con el sombrero de ala corta entre los dedos, disimulaba sus auténticas emociones.


-Quién será, pues, doctor... -levantó los hombros siempre con la mirada en el piso de tierra.


-Hemos dado muerte a Lazón. Ahora necesitamos el apoyo de los iquichanos para asegurar el triunfo sobre los caceristas. Ofrecemos suspender los arriendos de los próximos cinco años que ustedes deban a nuestras haciendas, así como repartir entre los indios las tierras de Lazón. También les daremos ganado para que los reproduzcan... Pronto entenderán que los pierolistas somos los auténticos protectores de los indios...


Hablaba ya borracho, con la lengua de trapo. Sus partidarios bebían y observaban desconfiados la presencia del guerrillero.


-Seremos pierolistas entonces, señor... ¿Qué nos queda? -dijo tímidamente don Andrés Gamboa en un gesto que sus antiguos compañeros de armas hubieran creído imposible.


Se sucedieron aplausos y vítores de los flemáticos observadores. Luego lo abrazarían y cantarían emocionados el himno nacional; todos, excepto el cura del bonete.


-¡Viva Piérola, carajo!


Algunos indios medrosos asomaban a ver lo que pasaba en la chichería. El doctor Urbina sacó su revólver y lo vació contra el techo cargado de maíz tierno.


-Te lo dije, Odilón... Cuando se les muere el caudillo, los indios buscan otro. ¡La situación es nuestra! -comentó a gritos Feliciano Vargas.


Al día siguiente, cuando Gamboa emprendía el camino de regreso montado en su mula con aperos de plata, lloró amargamente la muerte de don Miguel Lazón, aquel que los guiara en combates victoriosos sobre el ejército invasor. Lo habían matado como a un perro, a puñaladas y en su propia casa. También a uno de sus hijos y a otros jóvenes que se hallaban reunidos por casualidad. Recordaría entre lágrimas aquella tarde en que el sol se puso al alcance de la mano y que los colores celestiales sirvieron de fondo a las lanzas decoradas con cabezas de chilenos decapitados, tarde en que Lazón los condecoró en nombre del general Andrés Avelino Cáceres. En ese mismo día los notables de Huanta se volvieron iglesistas y abogaron por la pacificación y el desarme, temiendo que los indios armados reclamasen lo que siempre les había pertenecido. Ahora, los cobardes partidarios del general Iglesias, eran pierolistas. Y se hubieran casado con el diablo con tal de ponerse en contra del héroe de la Breña. Los guerrilleros llamaron “chileques” a aquellos blancos entreguistas. "Ccala-cuchis" les decían los chutos de las alturas.


-Ve carajo, si de algo sirvió hacerse el cristiano... -murmuró enjugándose el rostro.


Gracias a ese ardid conocía por propia confesión a los asesinos de su líder principal. Y se quedarían en Huanta porque suponían la adhesión de los iquichanos. Fueron testigos de su llanto las cumbres escarpadas y los cactos que rodeaban el camino de herradura.


Diez días después los cerros huantinos se tiñen de banderas coloradas. La mañana es gris, fría y lluviosa, pero no opaca el brillo de los fusiles y los rejones. Juan Cusichi comanda junto con Gamboa a los iquichanos desde la cresta del Pultunchara. Lleva un Comblain que le arrebatara a un joven chileno después de ultimarlo a machetazos. Sus orejas resecas cuelgan como trofeo en el extremo de la culata. Desde Cerro-Calvario hace señas Lucas Huallasco, comandante de Huamanguilla, con más de cuatrocientos guerrilleros de a pie armados rudimentariamente. La mayoría llevan lanzas y huaracas, aunque uno que otro tiene un Peabody de pocas municiones. José Pancorbo ha traído a sus bravos de San José de Secce, armados hasta los dientes, por la bajada de Marcas. Son los que más armas de fuego poseen.


Los bravos de Cedropata, comandados por don Manuel Cárdenas, bajan por el camino de Callki de cuatro en fondo. Suenan las caracolas y huacra-pukus.


-Creo que a Urbina le ha avisado el diablo -comenta Gamboa a su segundo cuando ve las barricadas levantadas por los pierolistas. En su traspiración despide un suave aroma, mezcla de sudor y de yerbas con que lo frotara el laik'a de su comunidad para que las balas no le alcancen. El padre Cabrera ha nutrido a los pierolistas de fusiles enterrados en los años de la guerra. Las montañas verdes se oscurecen de emponchados que bajan a atacar la ciudad.


A las seis de la tarde, Huanta es una hoguera gigantesca con olor a carne chamuscada. La sangre de los muertos de ambos bandos se une en una sola corriente que baja por las calles, incontenible como una acequia. Sólo son respetadas las casas de los barrios de Pumaccasa y Cruz Verde. El barrio de Cincoesquinas es arrasado por servir de refugio a la última resistencia de los traidores. Los presos, liberados por Urbina para defender la ciudad, sirven de juguete a los guerrilleros que cercenan sus miembros, los castran y luego los decapitan. Han cogido a Odilón Vega tratando de huir. Hacen un hueco con


cuchillo tras de su barbilla, debajo de la lengua, y por ahí le introducen la punta de una soga para arrastrarlo de la quijada. Jalado así por el caballo de Juan Cusichi, es trajinado sobre los cactos y peñascos del camino. El padrecito Tineo trata de interceder por la integridad física de los vencidos, pero no lo toman en cuenta. Ya han capturado a Urbina intentando esconderse tras las faldas del cura Cabrera en la iglesia. Miguel Elías Lazón, el hijo sobreviviente del líder asesinado, ha encabezado la captura del infame homicida y manifiesta la intención de trasladarlo a Ayacucho para entregarlo a las autoridades.


El cura Cabrera junto con el padrecito Tineo sostienen en hombros al derrotado, presa incontenible de aguda crisis de nervios. Por un momento la turba se deja guiar y forman columnas de cuatro en fondo para dirigirse en busca de justicia a Ayacucho. Emprenden la marcha a trote lento, agobiados por la dura jornada, empujando al prisionero a punta de lanza que camina sostenido por los dos frailes. Pero hay algo que no convence del todo al comandante de San José de Secce, algo que le hace subir de pronto un sabor a hiel amarga a los labios.


-¡Alto carajo!... -truena la voz de José Pancorbo en la oscuridad.


Se acerca el caballo de Andrés Gamboa y lo mismo hacen los otros comandantes guerrilleros. Los religiosos intercambian miradas preocupados, temiendo por la vida del reo. Urbina tiembla como si le atacasen súbitas tercianas.


-¡Este miserable debe morir aquí y no hacernos viajar hasta Ayacucho!


¿Quién nos asegura que allá encontraremos justicia? ¿Cuándo los jueces nos han escuchado? -arenga Pancorbo a la multitud sudorosa y fatigada por el cruento combate.


-¡Sí!


- ¡Claro! -responden voces de aprobación desde diversos ángulos.


-¡Mátenlo!... ¡Maten al asesino de nuestro taytayay Lazón!... -grita una mujer de edad. El padre Cabrera se desespera suplicando que no provoquen la ira divina, se aferra a la montura de don Andrés Gamboa.


-Piedad, hijo... Tú eres cristiano... -implora.


Los comandantes miran a don Andrés temiendo una debilidad. El guerrillero que prendía velas en el altar mayor de la catedral, sostiene la mirada sobre aquella sotana negra en gesto retador.


-¡Yo siempre he creído en las huacas, padre!...¡Retírese! Grita el fiero iquichano metiéndole el caballo por delante. Con su propia lanza atraviesa el cuerpo de Urbina arrancándole un gemido sordo. El griterío es descomunal y la multitud retacea el cadáver exhibiendo pedazos de intestinos en la punta de los rejones. El puente de Allpachaca se estremece bajo el ruido ensordecedor


de los pututos que silban cantos fúnebres en la noche.


Agosto, 1985

Cortesía de OTORONGO Y OTROS CUENTOS

Esta página es la edición virtual de:

• Cuentos urbanos

• Cuentos andinos y selváticos

• El primer cuento sobre la violencia política de los 80'

http://www.angelfire.com/dc/otorongo/INDIO.html

NUESTRO ALBUM FOTOGRAFICO
 



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